Te pones los auriculares, la música comienza a sonar, subes el volumen al máximo, lo suficientemente alto para no poder oír tus pensamientos y te tumbas en la cama. Cierras los ojos, escuchas la letra, la melodía y sientes cada nota de la canción mientras miles de recuerdos se agolpan en tu mente. Momentos que creías olvidados aparecen en tu cabeza. Momentos en los que sonaba esa canción personas a las que les gustaba esa canción o simplemente momentos descritos por esa canción de manera tan precisa que apostarías que el que la compuso vivió tu momento. Y aparecen de la nada, como si siempre hubieran estado ahí, como si los hubieras vivido ayer y entonces, tus ojos, comienzan a humedecerse. Los abres y sientes como las lágrimas corren por tus mejillas. Recuerdos tristes, felices, amargos. Recuerdos increíbles y otros, que preferirías poder olvidar pero que sabes que jamás lo conseguirás. Y hay canciones y canciones. Canciones que te traen los mejores recuerdos de tu vida, y canciones que te recuerdan a personas que te causan dolor, nostalgia, tristeza, pero que aun así, te resistes a borrarlas de tu reproductor por miedo a conseguir olvidar a esas personas por completo, por miedo a olvidar a aquella persona que te marcó durante varios años, porque a pesar de todo, una parte de ti, sigue aferrándose a su recuerdo, para no perderle de manera definitiva...
Y de nuevo, tan sólo ese golpe que te devuelve a la cruda realidad. Que te recuerda el dolor, la pena y lo que realmente es echar de menos a alguien. Que te enseña, que no sabes lo que quieres a alguien hasta que ya no se lo puedes volver a decir.
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